Al final, tendrás que luchar

La historia de la humanidad es la historia de unos pocos tratando de vivir de lujo a costa de los demás: chamanes, faraones, sacerdotes, patricios, clérigos, señores feudales, nobles, reyes, terratenientes, dictadores, tecnócratas, políticos, rentistas, empresarios, oligarcas… Sus historias son las que se cuentan, sus figuras las que se idolatran y sus conflictos los que padecemos el común de los mortales.

Los demás sólo somos el rebaño que esquilar, ordeñar y, eventualmente, sacrificar para mantener su modo de vida privilegiado. Nuestro papel en la sociedad se limita a producir los excedentes que consumen y acumulan, a renunciar a cualquier acción que perturbe el funcionamiento de los medios de apropiación de dichos excedentes, y a perpetuar el sistema engendrando a la siguiente generación de pringados.

Desde muy pequeños nos adoctrinan en las máximas de que la ley es justa y el mercado eficiente; en que nuestra organización social recompensa a cada uno en función de su esfuerzo, mérito y contribución al bienestar colectivo; en que vivimos en una democracia donde nuestro voto cuenta y nuestra voz se escucha y, sobre todo, en que la violencia siempre es mala, y que hay que renunciar a ella hasta cuando estamos siendo atacados.

Los beneficiarios de este sistema utilizan las escuelas y los medios de comunicación para enseñarnos a legitimar “el orden establecido”, que les sitúa a ellos en la cúspide de las estructuras de poder y dominación, y también a mantener la “paz social”, que hace posible su modo de vida privilegiado. Alcanzado este punto, sólo resta por superar un pequeño obstáculo para alcanzar la utopía: que quienes controlan el poder sean capaces de reprimir su propia codicia a niveles socialmente aceptables. Esto difícilmente puede lograrse por un periodo prolongado de tiempo.

¿Por qué? Pues porque como señala Montesquieu en “Del espíritu de las leyes“, el poder tiende de forma natural a expandirse si otro poder no le detiene. La idea que subyace a su pensamiento político se resume en la máxima de que para que no se pueda abusar del poder, es preciso que otro poder frene a ese primer poder. Y ese otro poder tienes que ser tú, nosotros, el rebaño. Pero como nuestro sistema social se ha construido sobre la base de incapacitar a la inmensa mayoría de la población para utilizar el poco poder del que se pueda dotar para frenar estos abusos, en la práctica no existe freno.

¿Que la vivienda está muy cara? No seas finolis y alquílate un trastero o un balcón. ¿Qué no hay trabajo? Hazte “emprendedor” como los Riders, o mejor, emigra y deja de dar por saco. ¿Qué te cobran el doble que hace 12 años por la electricidad? Es el mercado, amigo. ¿Cuantos productos que consumes han mejorado su relación calidad-precio “porque sí”? ¿a cuánta gente conoces que le hayan subido el sueldo “porque sí”?. ¿Te acuerdas cuando ser mileurista era una mierda y no una aspiración vital?… pues si te parece que estamos mal ahora, espérate a la siguiente vuelta de tuerca que está por llegar.

Porque siempre se puede estar peor y siempre se puede caer más bajo, sobre todo cuando alguien se va a beneficiar de ello y la filosofía vital de la mayoría de quienes van a sufrir las consecuencias es el “paso de follones”, “eso es muy difícil”, “no sirve para nada”, o el “mejor no te metas en política”. Cuando se deja campar a sus anchas a los poderes políticos, económicos y culturales la factura siempre nos acaba llegando en forma de recortes de derechos y libertades, deterioro de nuestra calidad de vida, peores servicios públicos y subidas de impuestos.

Hace poco salía una noticia de que las impresoras multifunción de una conocida marca no te permiten usar el escáner si te quedas sin tinta en alguno de los cartuchos. ¿No era suficiente vender la tinta a precio de sangre de unicornio e impedirte recargar los cartuchos por tu cuenta? Pues se ve que no. ¿Cómo es que se atreven a hacer semejante cosa, impensable hace unos años? Pues porque la gente sigue tragando con todo lo que les echan.

Igual que tragan con que les encierren ilegalmente porque hay una pandemia, con que les hayan cobrado durante décadas intereses e impuestos inconstitucionales y no les devuelvan el dinero, con que les impongan más y más impuestos porque no hay pan para tanto chorizo, con que los políticos incumplan sistemáticamente sus promesas electorales, con que ni siquiera se investiguen las responsabilidades de quienes abandonaron a su suerte a los ancianos que murieron en las residencias durante la primera ola.

Cuanto más tragues, más te darán a tragar… sobre todo si lo peor que les puede pasar es que te quejes mucho en redes sociales. E insisto, que aunque estemos mal, siempre podemos estar peor. Y lo estaremos si la sociedad no se planta y dice basta.

Mientras que quienes tenemos que actuar no actuemos, los beneficiarios de esta forma de organización social seguirán utilizando su poder para consolidar y expandir su privilegios. Aunque se oculte presentándolo como un conflicto ideológico y buscando chivos expiatorios, la realidad es que se trata de un problema sistémico, de desequilibrio de poder entre la sociedad y las élites políticas, culturales y económicas.

Una picadora de carne pica carne y nada más. Da igual que la picadora esté pintada con los colores de tu causa favorita, que quien la maneje prefiera picar otro tipo de carne o que le dedique la mejor de su sonrisas y le diga cosas bonitas a la carne mientras le da a la manivela. Al final, el resultado es el mismo.

Y aunque esta vez quizás no haya tocado a ti, mientras estés en el mostrador y la picadora funcionando corres el peligro de que al siguiente carnicero le parezcas una buena pieza. Sobre todo cuando la demanda de carne picada es infinita, porque igual que siempre se puede estar un poco peor, también siempre se puede vivir un poco mejor a costa de los demás, siempre se puede colocar a alguien más en tu red clientelar si lo van a pagar otros, y siempre se puede tener un poco más de poder si nadie trata de impedirlo.

Mientras no haya frenos y contrapesos al poder, cada vez se producirán más y más abusos en todas las esferas de la vida. Es tan inevitable, que casi podría decirse que es una ley universal del poder. Por eso es fundamental que existan no sólo mecanismos internos de auto-control, como los que propone la teoría clásica de la separación de los poderes del Estado, sino también externos, principalmente una ciudadanía crítica y beligerante con el Estado y las instituciones sociales en defensa de sus intereses.

Pero en España y en otros muchos países no tenemos ni lo uno ni lo otro, así que los agravios se siguen produciendo y la tensión acumulando hasta que la situación explote. Porque tan cierto como que el poder tiende a expandirse mientras no encuentre freno es que tus tragaderas tienen un limite, y lo acabarás alcanzado tarde o temprano si se sigue permitiendo que los poderes políticos, económicos y culturales campen a sus anchas. Es decir, si sigues dejándoles actuar sin hacer nada para contrarrestarlos.

Y cuando llegue ese día te vas a dar cuenta de dos cosas. La primera, que es mucho más difícil revertir las situaciones que se han tolerado durante años que prevenirlas antes de que se produzcan. Y la segunda, que ese día te encontrarás mucho más sólo y en una posición mucho más desesperada de la que estás ahora.

Cuando una relación de poder se altera, a la parte fortalecida le resulta más fácil emplear ese nuevo poder en su beneficio, y a la parte debilitada más difícil resistirse a futuros intentos de debilitarla aún más. Si esta dinámica se repite en una única dirección, el resultado es una espiral de crecientes abusos que nos conducen de forma irremediable a estallidos revolucionarios que reequilibren la situación e inicien un nuevo ciclo, o hacia una forma de gobierno totalitaria capaz de mantener a raya a la cada vez mayor masa de gente sin nada que perder.

Para no llegar a esa situación resulta fundamental que vivamos en pie de guerra permanente. No basta con manifestarse una vez al año o apuntarse a una asociación civil para figurar. Hay que coordinarse para hacer a diario acciones que socaven el sistema que nos perjudica, pequeñas o grandes; crear las circunstancias que cortocircuiten los medios de apropiación y dominación, plantear e implementar alternativas mejores a lo que hay y, sobre todo, responder siempre y en todo lugar a quienes atacan con su discurso la libertad de todos.

Van a por ti y a por cualquier cosa de valor que puedas tener. Llevan haciéndolo milenios. Por eso, es necesario que encontremos el tiempo, las fuerzas y los aliados para contrarrestar a estos poderes que quieren vivir a nuestra costa. Porque mientras haya quienes pretendan vivir a tu costa, quieras o no, te guste o no, al final tendrás que luchar por tu supervivencia y por tu libertad; por controlar al Estado y contra quines tienen intereses opuestos a ti. Lo único que puedes elegir es cuándo y en qué condiciones lo harás. Cuanto más tardes, más difícil va a ser. Así que la cuestión es ¿cuánto estás dispuesto a tragar antes de hacer algo al respecto?. No delegues en otros la salvaguarda de tu libertad o la acabarás perdiendo.

El papel de los consumidores en la economía de mercado

Cuando notamos que nuestra economía personal se deteriora la reacción instintiva de mucha gente es señalar al Gobierno, ya sea para echarle la culpa de nuestros problemas o para exigirle que los solucione por nosotros. Qué si suben los alimentos; la gasolina; la vivienda; el desempleo… ¡todo sube menos los sueldos!; y ante este panorama lo único que se nos ocurre es entregarnos a la práctica del verdadero deporte nacional: echarle la culpa a los demás, sin asumir ninguna responsabilidad sobre nuestros propios problemas; y exigir que nos los resuelvan, en vez de buscar soluciones por nuestra cuenta.

Sin embargo, por mucho que nos neguemos a ver la realidad, sigue siendo igualmente hipócrita exigir responsabilidades al Gobierno cuando la economía no está bajo control estatal. En un mercado no regulado, la interacción entre productores y consumidores determina las características de los intercambios comerciales mediante un proceso colectivo de negociación en el que todas las partes tratan de maximizar el valor o utilidad que obtienen de dichos intercambios.

El funcionamiento de este mecanismo presupone que todas las partes están dispuestas a defender sus propios intereses compitiendo contra todos los demás: contra nuestros clientes (o empleadores) para obtener más ingresos; contra nuestros proveedores (trabajadores y medioambiente incluido) para obtener materia prima a menor coste; y contra quienes se dedican a lo mismo que nosotros (competencia) para acaparar más clientes y proveedores. Esta es la premisa de la competición, sobre la que se basa la economía de mercado.

Sin embargo, al menos en España, los consumidores no estamos ejerciendo eficazmente nuestro papel de contrapeso para equilibrar y estabilizar los mercados. No nos gusta “perder” el tiempo comparado ofertas, buscando alternativas, restringiendo o posponiendo nuestro consumo cuando las condiciones no nos satisfacen, o negociado las condiciones en que se realizarán las transacciones. Por tanto, a nadie le debería sorprender que suframos los desajustes que estamos incentivando con nuestra irresponsable forma de consumir.

Cuando la demanda es inflexible, los precios suben (y los salarios bajan)

En una escena de “The Wire” unos narcotraficantes discuten sobre la nueva heroína que están despachando:

– String, la gente se está quejando… nos dice que esta basura está floja.
– Lo sé. Pero es floja en todas partes. La cosa es que no importa a qué llamamos heroína, se va a vender. Si la droga es fuerte, la venderemos. Si la droga es floja, venderemos el doble. ¿Sabes por qué? Porque un drogadicto va a tratar de conseguirla sin importarle más. Cuanto peor la hacemos, más ganamos.

Esto mismo deben pensar en España el sector de vivienda y el energético, especialmente el petroquímico (con el precio de la gasolina), entre otros. La única diferencia es que, en vez de vender más, lo que se hace es vender la misma cantidad a mayor precio; que van incrementando hasta que los consumidores no pueden pagar más, o deciden no hacerlo.

Cuando los consumidores no discriminan con sus decisiones económicas entre buenas y malas ofertas existe poco incentivo para que las empresas proveedoras compitan entre sí por mejorar el valor de sus propuestas. Independientemente de que sea por falta de interés en estudiar las ofertas o porque hay pocas opciones entre las que elegir, cuando los consumidores no participan activamente en la negociación de los precios la oferta acaba por volverse homogénea, de baja calidad y alto coste. Esto es lo que pasa en los mercados donde no hay competencia.

Según Eurostat, en 2006 los precios en España estaban un 7.71% por debajo de la media de la Unión Europea de los 15, pero los salarios estaban entre el 26,87% y el 29,5% por debajo de esos mismos países. ¿Es casualidad que en España tengamos precios europeos pero sueldos muy inferiores? Mi modesta opinión es que no. La gente tiene tantas necesidades creadas, y tan poca costumbre de privarse de nada, que es incapaz de defender sus propios intereses… algo que aprovechan los mercados, que sí están acostumbrados a competir contra nosotros, y a ganar.

Esta situación se conoce en economía como demanda inflexible o cautiva, que se produce cuando la demanda, ya sea de empleo o de consumo, apenas sufre variaciones conforme varían las condiciones de las transacciones. Cuando esto ocurre, una de las consecuencias más inmediatas es un rápido empeoramiento de dichas condiciones para la parte “inflexible” de la transacción, que continuará hasta que el empeoramiento empiece a afectar también a la otra parte y se restablezca el equilibrio.

El tamaño grande no siempre es el más barato
El tamaño grande NO es necesariamente el más barato

De este modo, si una empresa reduce la calidad de sus productos y/o incrementa sus precios, y estos cambios no afectan a la cantidad de unidades vendidas, los cambios se mantendrán en el tiempo. Igualmente, si empeoran las condiciones laborales y no se reduce la demanda de empleo, ni aumenta la rotación de la plantilla, las nuevas condiciones laborales se perpetuarán.

Por este motivo, tanto en nuestro papel de trabajadores como en el de consumidores, estamos obligados a contrarrestar a quienes compiten contra nosotros para maximizar sus beneficios, por la cuenta que nos trae. Esto implica acostumbrarse a prestar atención y comparar las condiciones de venta, a sondear el mercado de forma regular en busca de mejores ofertas (también de trabajo o alquiler), a cambiar de proveedor siempre que se pueda obtener una mejora sensible, y a negociar y a rechazar aquellas condiciones que no nos favorezcan. Como dicen los angloparlantes O el trato es bueno o no hay trato.

Sólo cuando una parte significativa de la población empiece a rechazar tratos que no les convienen (o no les quede más remedio, como ya le está pasando a muchos), las empresas empezarán a buscar formas alternativas para mantener sus márgenes de beneficios sin alterar la calidad de sus productos/servicios, los precios, o los salarios; y aquellas que no encuentren nuevas formas de incrementar su competitividad desaparecerán.

La concentración de la propiedad privada perjudica al consumidor

Otra de las características fundamentales de nuestra mercado es que la oferta supera ampliamente la demanda. Simplemente no hay suficientes consumidores para todo lo que se produce, por lo que muchas empresas acaban desapareciendo frente a sus competidores, otras fusionándose para tratar de sobrevivir y otras absorbiendo -o comprando- las cuotas de mercado de los menos afortunados.

La tendencia generalizada de los productores para contrarrestar su situación intrínseca de debilidad y garantizarse unos beneficios crecientes es organizarse y coordinarse para reducir el nivel de competencia del mercado, obstruyendo la entrada de nuevos competidores y pactando precios que les dejen un buen margen (price fixing). De este modo, conforme se reduce la competencia, las pocas empresas supervivientes desarrollan la capacidad de poder trasladar sistemáticamente los incrementos en sus costes a sus clientes y/o proveedores, hasta el punto de poder imponer precios que garanticen sus beneficios.

La capacidad de las empresas para alcanzar este escenario ideal -para ellas- depende en gran medida de la felixibilidad y movilidad de la demanda. ¿Cómo es posible que Telefónica se atreva a lanzar en Alemania una marca de telefonía móvil barata y diga que en España no piensa hacerlo, o que las tarifas telefónicas en España sean las tarifas más altas de toda Europa? Evidentemente, la diferencia es que los consumidores españoles y alemanes nos comportamos de diferente manera, y hemos creado mercados con características diferentes.

Mientras que en Alemania los sueldos son altos, y los precios se mantienen estables; en España los sueldos bajan en términos absolutos, lo que, combinado con una alta inflación (media anual del 3,33% entre 2002 y 2008) originada en el incremento de los márgenes empresariales, hace que el salario real medio ha bajado un 4% en 10 años pese al fuerte crecimiento económico, mientras que los beneficios de las empresas han crecido un 73% entre 1999 y 2006… cuatro veces más que las empresas del resto de Europa.

Este milagro económico ha sido posible gracias a la falta de competencia real, en unos mercados donde la práctica totalidad de la producción está concentrada en pocas empresas (3-4 por sector), y que es consecuencia directa e indirecta de que amplios sectores de la población acepten como normal el empeoramiento de su situación económica y mantengan sus hábitos pese a pagar precios más altos y recibir salarios más bajos.

Frente a este modelo de ciudadano despreocupado y conformista -predominante en el mercado español- encontramos al ciudadano inconformista y activo, que ha comprendido que para proteger su poder adquisitivo debe fomentar la competencia eligiendo aquellas ofertas que dinamicen en el mercado, en especial cuando las realicen empresas de reciente implantación. Este tipo de ciudadano no se casa con nadie: premia o castiga con su tiempo o dinero a las empresas dispuestas a hacerle una oferta mejor, exige a los poderes públicos que ejerzan de forma efectiva su mandato de proteger la libertad de mercado y hacer que las empresas cumplan las leyes; y orienta su voto hacia quienes cumplen cumplen adecuadamente su labor de supervisión de los mercados.

Desgraciadamente, en el mercado español predomina el perfil conformista, por lo que las empresas seguirán dictando los precios y salarios que mejor encajen con sus previsiones de incremento de beneficios hasta que la gente decida fomentar la competencia y elegir a gobiernos estrictos a la hora de supervisar los mercados.

Regular los mercados no es suficiente

El Estado, como supervisor del mercado nacional, tiene un importante papel a la hora de regular su mercado interior. Al menos en teoría, entre sus funciones deberían estar el tomar medidas contundentes para evitar que la actividad de sectores enteros se concentre en manos a unas pocas empresas (oligopolios), erradicar cualquier práctica que coarte la libertad de los consumidores para elegir, y poner freno a las estrategias que erosionan la competencia.

Sin embargo su capacidad de poder proteger la libertad de mercado depende en gran medida de que este tema sea una prioridad para los electores, y de que éstos le respalden sin fisuras a la hora de tomar medidas impopulares entre empresarios e inversores. Cuando esto no es así, lo que suele pasar es precisamente lo contrario: los gobiernos pasan a estar al servicio de los mercados, dejándoles hacer, fortaleciendo sus estructuras de beneficios y subvencionando sus ventas a costa del dinero y los impuestos de los ciudadanos (que viene a ser lo mismo).

Sólo de este modo se explica que gobiernos elegidos por una mayoría de ciudadanos apuesten de forma sistemática por la moderación salarial (¡¡¡ahora defendida hasta por los sindicatos !!!) como solución para luchar contra la inflación en detrimento de la mejora de la productividad y el aumento del nivel de competencia en los mercados. No obstante, a falta de una labor pedagógica y medidas complementarias, en la práctica, lo que se consigue con esta moderación es reducir el consumo sin reducir los precios ni aumentar la competencia.

Evidentemente, mientras el coste de los salarios puedan mantenerse, e incluso reducirse si se incrementen menos que los precios y se hacen más precarias las condiciones de empleo, cualquier inversión en aumentar la productividad y competitividad es poco atractiva. Y más aún cuando la intensidad de la competencia está controlada y resulta posible para todos (tanto a consumidores como a productores) compensar su incapacidad de competir a costa del erario público mediante subvenciones, ayudas directas (II) y bajadas de impuestos, para que podamos continuar como si no pasara nada.

Este tipo de “soluciones”, aunque pueden desahogar la situación a corto plazo, no sólo no atajan las causas estructurales de los problemas sino que, además, los agravan. Al aliviarse la crisis con estas medidas temporales, las reformas de fondo necesarias se posponen -si es que se realizan- y, cuando los precios absorben las subvenciones o rebajas fiscales, volvemos al punto de partida, iniciando un ciclo que conduce inevitablemente la quiebra del Estado. Cuando no se puedan pagar las subvenciones que todo el mundo pide con los impuestos que nadie quiere pagar ¿a quién irán a llorarle subvenciones y bajadas de precios?, ¿quien protegerá a los ciudadanos de los poderes económicos y de ellos mismos?, pero, sobre todo, ¿quién rescatará a las empresas cuando sean víctimas de su propia codicia?

Está claro, al menos para mi, que los gobiernos de España han trabajado, trabajan y posiblemente seguirán trabajando para proteger los beneficios empresariales. Eso sí, disfrazando sus iniciativas en tal sentido como medidas para la protección de empleo y lucha contra el paro… evidentemente, sin trabajadores que explotar no habría actividad económica ni beneficios.

En estas circunstancias, cualquier intervencionismo económico se limitará a ayudar a las empresas a superar las consecuencias de su mala gestión, nunca a ayudar a los consumidores en detrimento de los beneficios empresariales. Por tanto, resulta cuanto menos ingenuo reclamar ayuda al Estado, ya que cualquier solución que nos ofrezca llegará siempre tarde, será insuficiente por lo general, y muy probablemente se limitará a mitigar los efectos perniciosos por un tiempo, en vez de atajar el verdadero problema.

No obstante, tengo que insistir en que la culpa de que los gobiernos que elegimos no estén desempeñando eficazmente su labor de controlar los mercados es, en primer lugar, de los ciudadanos que se lo consienten y/o se empeñan en respaldarlos con su voto. Además, por mucho que el gobierno se esmerara en regular los mercados, cualquier esfuerzo será siempre inútil mientras la mayor parte de la población siga sin asumir su parte de responsabilidad en equilibrar la relación entre oferta y demanda… mientras sigamos consintiendo el enriquecimiento de otros a nuestra costa. El Estado no puede solucionar los problemas que nosotros mismos hemos provocado.

Ser competitivo no es resignarse, sino competir contra los mercados

Todo lo que aquí he expuesto es una obviedad. Desgraciadamente para todos, un amplio porcentaje de la población no acaba de asimilar que hay que competir contra los mercados; y con su actitud despreocupada y conformista acaban generando graves distorsiones en el mercado, que sufrimos todos.

Porque que los precios suban, los salarios bajen, y la oferta se vuelva homogénea y de baja calidad es sólo la punta del iceberg. Conforme se agudizan estas condiciones en los mercados, los consumidores tienen dos opciones: o mantener su consumo a costa de aumentar su endeudamiento, o reducirlo. En cualquier caso, el resultado a medio plazo es que la demanda disminuye sin esperanza de reactivarse, con lo que se acaba destruyendo parte de la capacidad productiva del mercado y se concentra la oferta en menos productores que antes.

Un ejemplo claro de lo que hablo es la crisis inmobiliaria: Quizás los bancos podrían no haber dado tan alegremente hipotecas, pero es que su negocio es vender dinero; quizás el Estado podría no haber incentivado la compra con desgravaciones y ayudas fiscales, pero es que ese tipo de medidas son las que desean los votantes… Sin embargo, el que verdaderamente podía haber evitado la crisis fue el consumidor dispuesto a pagar el equivalente al sueldo de 20 años para comprar una casa normalita. Si estas personas hubieran ejercido su papel de contrapeso del mercado, probablemente la oferta se habría racionalizado de forma controlada, y la burbuja no habría estallado en nuestra cara llevándose por delante a cientos de familias que trabajaban en la construcción, para alguna de las entidades bancarias afectadas por la morosidad o que tienen una hipoteca que no pueden pagar.

Para mantener el poder adquisitivo (y evitar colapsos económicos que puedan afectarle), el ciudadano tiene varias opciones a su alcance. Por desgracia, todas ellas requieren un esfuerzo de su parte y empezar a pensar por uno mismo. En cualquier caso, cambiar nuestra forma de interactuar en contextos económicos siempre será una alternativa mejor a largo plazo que seguir siendo un colectivo atomizado que vive a merced de las grandes empresas y del Estado. ¿No será mejor organizarse para defender nuestros propios intereses, por si a nadie más le preocupan?

A nivel individual, hay que acostumbrarse a utilizar nuestras transacciones mercantiles para fomentar la competencia y demostrar que somos sensibles a la oferta reduciendo el consumo -u optando por otras alternativas- cuando el valor o utilidad que conseguimos de nuestras transacciones no nos satisfaga. Todo se resume en presionar a las empresas, que son la causa de nuestros problemas económicos, para que mejoren sus ofertas (de empleo, de productos y de servicios). Como dice la sabiduría popular, “si quieres que te suban el sueldo o que te bajen el alquiler, lo mejor es que te vayas a otro sitio”.

Cuando no encontremos alternativas aceptables, debemos plantearnos la posibilidad de organizarnos para lograr mejoras de precio y calidad, y/o asumir directamente el rol de producción. Así, por ejemplo, resulta relativamente sencillo montar una cooperativa para, por ejemplo, comprar productos ecológicos directamente al productor a mejor precio (II) al eliminar intermediarios y combinar el poder de compra de los miembros de la misma; así empezó el séptimo grupo empresarial de España.

Como máxima general, conviene aliarse con aquellos que persiguen los mismos objetivos que nosotros para aumentar y coordinar la presión sobre nuestras contra-partes (base sobre las que se asienta el sindicalismo, y los oligopolios) y no subvencionar los beneficios ajenos con nuestro dinero: Si la empresa se traslada a un polígono porque es más barato (para la empresa, no para el empleado), que pague una ruta en vez de obligar a los trabajadores a desplazarse por su cuenta; si hay jornada partida, que pague un comedor; si no se puede igualar el IPC al revisar los salarios, que aumente los días de vacaciones o reduzca la jornada laboral…

Así que la próxima vez que recibas un llamamiento para presionar a determinada empresa, no olvides que proviene de un grupo de personas tratando de defender sus intereses, que muy probablemente compartas. Así que en vez de ignorarlo, o burlarte, evalúa si te beneficiarías de la acción, y en caso afirmativo ¡participa! Te sorprenderías de lo que se puede conseguir, hasta bajar el precio de la gasolina. Y ya puestos a tomar las riendas de nuestro propio destino, vota a políticos que trabajen en defensa de tus intereses, que no tengan miedo a intervenir en los mercados y se comprometan a aumentar la competencia real entre empresas y a garantizar la libertad y los derechos del consumidor.

La próxima vez que pienses que algo es muy caro o que te pagan poco, pregúntate qué méritos has hecho tu para merecer algo mejor. El primer responsable de tu destino eres tu mismo, así que decide; compite.

Introducción a la lucha de clases

Ricardo Llevata escribió (no recuerdo dónde lo hizo, ni quién es, porque este post es del año 2000, recuperado de las profundidades de mi disco duro):

[…] La única riqueza que puede establecer distinciones entre los seres humanos sólo puede proceder de la “transformación” de las materias primas por medio del trabajo, esa es la única riqueza que contiene un substrato “mercantil”. Sólo se pueden vender “mercancías”, no naturaleza sin transformar.

El trigo, la harina, los minerales… son materias primas sin transformar que, pese a representar una mínima parte de la riqueza global (en términos del capital que movilizan), siguen sustentando la economía mundial y a la sociedad en la que se desarrolla… al menos mientras los humanos sigamos viviendo como hasta ahora. La riqueza puede o no crearse, pero la materia no puede: Para hacer un microprocesador de 120 Euros hace falta comprar silicio, bastante más barato, por cierto.

Por lo tanto, tendrían que ser los trabajadores, que convierten un no-valor previo en un valor-mercancía los que se enriqueciesen con su trabajo. Pero ello no es así porque existe algo que se llama “explotación” y que determina que el capitalista “compra” el trabajo asalariado por un valor-precio muy inferior al que su utilización le reporta al vender en forma de precio-mercancía. El trabajo es una mercancía más que, utilizada por los previamente ricos, los enriquece aún más, sin que ello conlleve para los asalariados más que el derecho a una supervivencia, más o menos digna, mediante la nómina.

Esto ocurre porque las personas normales, con una posesión de riqueza limitada, no disponemos de los medios necesarios para la creación de riqueza transformando materias primas mediante nuestro trabajo. Por ello, nos vemos obligados a vender nuestra capacidad laboral a un empresario, capaz de movilizar esos medios de producción, para no morirnos de hambre.

El empresario, que sabe que necesitamos crear riqueza para subsistir pero no disponemos de los medios para tal creación, ofrece empleos como operador de sus medios de producción a cambio de una pequeña parte de la riqueza creada en función de la “participación” que cada uno tiene en el proceso, que incluye la compra de la maquinaria (oficinas, ordenadores, programas, mobiliario, luz, teléfono… ).

Aprovecha que el trabajador se encuentra en inferioridad y le roba, amparado por la legalidad y el orden social, una buena parte del beneficio que le corresponde a este. Sólo la liberalización de los medios de producción (haciendo que todos los trabajadores tengan la misma participación en la empresa, es decir, que la empresa sea de todos los trabajadores y no los trabajadores de la empresa) puede acabar con este orden laboral tan injusto que sigue siendo el mismo (en sus principios básicos) desde la Revolución Industrial, aunque se haya suavizado mediante iniciativas como la co-participación de los trabajadores en la gestión de la empresa o la “Responsabilidad Social Empresarial“.

EL TRABAJO ES LA FUENTE DE TODA RIQUEZA. Pero esa riqueza queda en manos de los capitalistas. Ese es, en esencia y hasta ahora, el funcionamiento del sistema. Y, por tanto, no podrían existir ricos-capitalistas sin pobres-asalariados (¿a quién explotar, entonces?). La Riqueza y la Pobreza son conceptos vivos y concretos que no pueden existir el uno sin el otro. En un modelo social más igualitario, sin explotación, la idea del “rico” resultaría tan absurda como la idea del “pobre”. Sólo se puede ser más rico “que alguien” y, sí no existe el término “pobre”, la idea-comparación de riqueza” pierde toda virtualidad.

En mi opinión, hoy en día es la riqueza la fuente de toda riqueza, puesto que donde no hay riqueza no se puede transformar nada: por falta de medios o por falta de materia prima. La Bolsa sube, pero sólo ganan aquellos que tienen dinero suficiente para invertir en ella; los bancos incrementan sus beneficios, mientras sus empleados malviven subcontratados. En definitiva, es el que tiene la riqueza el que puede movilizar los medios suficientes para crear más, en un torbellino vicioso al que la gente normal no puede acceder con facilidad (el mundo empresarial) o, si lo hace, asumiendo grandes riesgos.

Evidentemente, los términos “rico-pobre”, en cuanto que se refieren a una comparación de los niveles de riqueza, son mutuamente dependientes. Sin embargo, esto no implica que sólo puedan ser ricos unos pocos y pobres el resto. La aplicación práctica de estas ideas podría hacer que la distribución piramidal de la riqueza derivada del capitalismo se trasformara en una estructura elipsoidal más justa (aunque siempre habrá ricos y pobres).

“Sí hay ricos es porque hay pobres. Y lo triste es que los ricos lo son a costa de los pobres. ” (Karl Marx).

Que gran verdad, lástima que nadie haga nada al respecto.